¿Por qué nuestras ciudades no saben contarse?
Por Juan David Hurtado Bedoya
Ingeniero Ambiental y Economista*
Foto autor: Pijao - Quindio
Durante años hemos creído que una ciudad se construye a punta de cemento, anuncios o campañas turísticas. Pero la realidad es más profunda. Una ciudad se construye y se reconoce a partir de la historia que cuenta de sí misma, su narrativa. Y cuando esa historia y narrativa no existe, o está fragmentada, todo avanza sin coherencia: cada gobierno arma su propio guión, cada sector empuja hacia un lado distinto y los ciudadanos sienten que habitan una ciudad sin propósito.
Cada cuatro años, las ciudades gastan millones en renovar eslóganes, logos, campañas de imagen y narrativas de gobierno que duran lo mismo que una administración. Se reinician marcas, se cambian colores, se inventan lemas y se reemplazan identidades como si la ciudad fuera un producto que se relanza cada periodo. Ese mismo desgaste ocurre con los POT, los planes de desarrollo y los planes sectoriales: cada uno intenta imponer una nueva narrativa, cuando en realidad la narrativa es una sola, porque la historia del territorio es una sola. Una ciudad no puede reinventarse cada cuatro años al ritmo de los egos o intereses de turno. La meta debe ser colectiva, no personal; debe ser continua, no electoral. La narrativa urbana es un patrimonio común, y cuando se respeta, el desarrollo fluye con coherencia; cuando se manipula, se rompe el futuro compartido.
Entre eslóganes y desconexiones
Foto autor: Pijao - Quindio
Muchas ciudades han caído en la trampa del slogan fácil: “ciudad verde”, “ciudad del progreso”, “ciudad creativa”, “ciudad inteligente”. Palabras bonitas, sí, pero sin sustento real en la vida cotidiana. Un relato auténtico no nace en la oficina de comunicaciones o en una compañía de mercadeo. Nace en el territorio. Nace en lo que la gente reconoce como propio: su paisaje, su memoria, sus oficios, sus cicatrices, sus sueños compartidos, sus propias historias. Cuando una ciudad intenta vender una identidad que no coincide con su experiencia diaria, se rompe la confianza. Lo que queda es propaganda, no narrativa. Y una ciudad que se promociona, pero no se reconoce, pierde la oportunidad de construir una visión de largo plazo. El peligro de no tener historia es que una ciudad comienza a moverse sin rumbo. Cuando no sabe contarse a sí misma, pierde su brújula: las obras se ejecutan, sí, pero sin anclarlas en un propósito mayor. La identidad se fragmenta porque cada actor, público, privado o comunitario termina narrando su propia versión del territorio, sin un hilo conductor que los articule. Y la planificación pierde sentido: los POT, los planes de desarrollo, planes sectoriales y las inversiones estratégicas quedan atrapados en lo técnico, desconectados de lo simbólico y emocional, que es lo que realmente moviliza a la gente. En contraste, una ciudad con relato tiene algo que pocas logran: un proyecto colectivo. Una historia que une, que inspira y que le da alma a la técnica.
Toda ciudad que aspire a construir un futuro necesita primero reconciliarse con su pasado. La narrativa no se inventa: se descubre. Está en la historia que hemos olvidado, en los relatos que no se cuentan y en la memoria que quedó dispersa entre generaciones. Reconstruir la verdadera historia de un territorio —sus luchas, sus oficios, sus migraciones, sus paisajes, sus dolores y sus celebraciones— nos permite encontrar esa narrativa que vive en el ADN colectivo. La historia aporta los símbolos, los personajes, los lugares y los gestos que dan forma a lo que una ciudad realmente es. Por eso es tan importante conservar la huella de cada generación: cada una deja un capítulo que completa el relato mayor. Lo que somos como ciudad no nació ayer ni lo define un gobierno de turno; es el resultado acumulado de miles de decisiones, esfuerzos y sueños que, juntos, han construido una visión compartida, incluso cuando no ha sido escrita. Reconocer esa memoria profunda es el primer paso para planear con sentido, porque una ciudad solo puede imaginar su futuro cuando entiende, sin filtros, la verdad de su historia.
Construir un relato urbano auténtico no es un ejercicio literario; es un proceso de planificación. Requiere escuchar a la ciudadanía no para legitimar decisiones ya tomadas, sino para descubrir el pulso real del territorio. También exige reconocer lo que ya somos antes de intentar inventar lo que queremos ser. En Colombia hay ejemplos que lo demuestran: Medellín construyó su narrativa de innovación social desde los barrios, no desde los escritorios, y fue coherente al materializarla en bibliotecas, escaleras eléctricas, movilidad integrada, inversión social y una institucionalidad que empezó a creerse esa historia. Barranquilla ha tejido un relato de renacimiento urbano alrededor del río Magdalena, la cultura y la infraestructura bien planificada, apostándole durante más de una década a la misma visión. Y el departamento de Antioquia, con su idea de región pujante, educada y conectada, ha logrado sostener un relato territorial que articula progreso, identidad paisa y proyectos de largo aliento. No se trata de copiar modelos ni de armar campañas creativas: se trata de leer lo que el territorio ya dice, entender la identidad que lo atraviesa y transformarla en una visión compartida capaz de orientar su futuro; pero sobre todo, desarrollarla y respetarla hasta llegar a la meta, donde se fijará una meta mucho más ambiciosa.
Construir la narrativa de una ciudad no es organizar un taller para “opinar sobre el futuro” ni contratar a un experto que llega con ideas importadas desde un power point. Tampoco es un ejercicio creativo aislado. La definición de un relato urbano es un proceso técnico, profesional y metodológico, que exige rigor, escucha estructurada, análisis territorial y lectura profunda de la identidad colectiva. Hay ciudades en el mundo que lo han hecho bien justamente porque no improvisaron.
Una de las metodologías más sólidas es el Place Branding Estratégico, desarrollado por especialistas como Simon Anholt. Esta metodología parte de un diagnóstico multidimensional del territorio: historia, economía, cultura, símbolos, flujos urbanos y percepción ciudadana. No se inventa un eslogan; se identifica la esencia del lugar. Así trabajaron Bilbao, Melbourne y Edimburgo, donde el proceso incluyó encuestas masivas, análisis de reputación internacional, revisión histórica y participación estructurada de sectores sociales para encontrar el relato auténtico que guiara la transformación territorial.
Otra herramienta técnica es la Planificación Prospectiva basada en la escuela de Michel Godet. Esta metodología reconoce que el relato de ciudad es un “futuro deseable” construido a partir de la comprensión profunda del presente. Se aplican análisis de actores, ejercicios de futuros posibles, mapas de riesgos y escenarios estratégicos. Fue utilizada en Medellín en los procesos tempranos del “Medellín, la más educada”, donde la idea de innovación social surgió no de un eslogan, sino del análisis prospectivo y la lectura de los barrios como motor de transformación.
También existe la metodología de Identidad y Memoria Colectiva, basada en estudios de antropología urbana. Ciudades como Quito y Ciudad de México la usaron para construir su narrativa patrimonial: entrevistas etnográficas, reconstrucción histórica de barrios, análisis de imaginarios ciudadanos, mapeo simbólico y reconocimiento de los hitos que han marcado la identidad. No se trata de preguntar “qué quiere la gente para el futuro”, sino “qué reconoce como propio en su historia y su cultura”. Ese material es el que sostiene un relato urbano real.
Otra metodología clave es el Urban Storytelling aplicado al diseño urbano. Se ha usado en ciudades como Copenhague y Rotterdam para orientar el espacio público a partir del relato que la ciudad quiere proyectar: sostenible, marítima, peatonal, resiliente. No se construye primero la obra; primero se define la historia que esa obra debe contar. A partir de ello se diseñan guías de urbanismo, manuales de espacio público, criterios arquitectónicos y estrategias de comunicación coherentes con la narrativa.
Finalmente, la Metodología de Mapeo Comunitario (Community Mapping o Participatory GIS) ha sido usada en Bogotá, Toronto y Nairobi para identificar la narrativa desde los territorios y no desde las oficinas. A través de cartografías participativas, relatos vecinales, identificación de conflictos, mapeo emocional y georreferenciación de memorias, las ciudades han podido encontrar la historia que los ciudadanos reconocen como verdadera y que luego se convierte en base para su planificación.
En todos los casos, la narrativa surge de un proceso serio, profundo y estructurado. No se inventa. No se copia. No se impone. Se descubre con metodología, con datos y con memoria. Por eso, quienes creen que definir el relato de una ciudad se logra en un taller de “ideas creativas” o en una conferencia de un experto que nunca ha pisado el territorio, simplemente no entienden cómo se construyen las ciudades que trascienden.
¿Cómo empezar a contarnos mejor?
Empezar a contarnos mejor implica tres tareas fundamentales. La primera es preguntar antes de anunciar. Antes de definir un eslogan o lanzar una campaña, la ciudad debe preguntarse qué historia reconoce la gente, qué símbolos los unen, qué lugares cuentan quiénes somos y cuál es la memoria real del territorio. Toda ciudad es el resultado de la vida acumulada de muchas generaciones: sus héroes, sus personajes, sus tragedias, sus fiestas, sus parajes y sus luchas. Cada territorio tiene una narrativa profunda que no nace en la administración de turno, sino en la experiencia de su gente. Comprenderla es el primer paso para evitar relatos importados o artificiales.
La segunda tarea es convertir el relato en criterio de planificación. Si la ciudad se narra como sostenible, sus inversiones deben demostrarlo; no basta con proclamar una identidad verde si los ríos siguen contaminados o el espacio público no invita a caminar. Si se narra como territorio del bienestar, esa promesa debe verse reflejada en parques accesibles, movilidad humana, servicios públicos sólidos y políticas coherentes. El relato no puede quedarse en el discurso: debe orientar decisiones, presupuestos y prioridades.
La tercera tarea es hacer del relato un proyecto, no un eslogan. Un relato auténtico se vive, se ve y se materializa en obras, comportamientos colectivos y políticas públicas. No se imprime ni se improvisa: se construye con constancia, con diálogo, con memoria y con visión. Las ciudades que logran esto avanzan con más claridad, porque saben por qué hacen lo que hacen.
Al final, la ciudad que se narra, avanza. Las que trascienden no son las que más obras inauguran, sino las que pueden explicar por qué esas obras importan y cómo encajan en un propósito mayor. La verdadera transformación comienza cuando el territorio entiende su identidad y la convierte en futuro. Si nuestras ciudades quieren avanzar de verdad, necesitan algo más que cemento: necesitan una historia que las sostenga.
La ciudad que se narra, avanza
Ciudades latinoamericanas que cambiaron su narrativa y cambiaron su destino, en América Latina hay ciudades que lograron transformarse no solo porque hicieron obras, sino porque encontraron una historia coherente que las orientó. Cambiaron su manera de contarse y al hacerlo, cambiaron su futuro.